viernes, 4 de abril de 2008

En detonación

Cruzar la línea, sobrepasar la raya, exceder el límite.
Caer en la desesperación y dejar que el llanto haga ríos de nuestros cuerpos.
Sentirnos devastados y capaces de hacer lo inaceptable para dejar de percibir ese dolor que corta nuestra carne desde lo profundo de nuestro ser, sacándonos el aire y generando un estallido de gritos en nuestras mentes.
Sentirnos desangrar y ver las gotas de nuestras vidas bañando el suelo de desdichas que se nos ha interpuesto.
Caminar lento y apreciar nuestras pisadas al ritmo de las lágrimas que recorren nuestro rostro encandilado por la temerosa luz que se asoma entre tanta confusión.
Apreciar lo inapreciable del mundo: observar y escuchar lo insignificante de la vida como si fuera lo primero a percibir en un letargo de desolación.
Sentir el agua que recorre nuestros cuerpos y concebir su frialdad por cada nervio y vena que adorna nuestra espesa carne.
Despreciar un reflejo y no ocultar lo irreversible.
Desmoronarnos entre las personas y perder la conciencia que nos pertenecía.
Dejarnos morir sin pensar en la muerte, permitirnos temer sin espantarnos del miedo. Traspasar con nuestros cuerpos el vidrio de la moral y dispara el fuego de nuestra injuria.
Desprender de nuestras almas la culpa.
Robar lo que nos pertenece por cada trozo de existencia que dejamos en este mundo. Ser justicieros de los indefensos pero solo para uno mismo.
Justificar el pecado y pedir perdón antes de ingresar a nuestra condena y una vez traspasada la puerta regresar a nuestros hogares con el orgullo partido en pequeños pedazos de nada, pero un billete de cien en el bolsillo.
Caer en nuestras camas y serrar nuestros ojos heridos por el humo de la necesidad, sentarnos a la mesa y comer el pan, producto de la suerte, vestirnos de culpa y calmar las puntadas de nuestra conciencia culpando a la sociedad quebrajada de la que somos parte.
Convertirnos en grietas y cabos sueltos de un sistema irrealista.
Serrar el puño y sorprender a la venganza de un puñetazo.
Tatuarnos en el pecho la bandera de la infelicidad entregando nuestro espíritu a una extremaunción necesaria.
Sentarnos en el purgatorio de la ansiada espera a un perdón inexistente.
Levantarnos al otro día con los ojos cansados de ser capaces de ver y comprender que vivimos en un país en el que el duelo de fuego es constante y quien dispare primero será el que tenga la dicha de dejar de derramar su sangre en el suelo del sucio y agrietado sistema, por lo menos hasta la próxima descarga.

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